La nunca poseída (Antología)

Información general

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Autoría
Pilar Paz Pasamar ; selección e introducción, Manuel José Ramos Ortega
Editado por
Consejería de Educación, Cultura y Deporte
Responsable de la edición
Publicado en
Sevilla
Año de publicación
2015
Precio
0 euros
Tipo
Libros
Soporte
Papel
Ref.
63, [3] p. ; 21 cm.
Idioma
Español

Resumen de la publicación

Acierta Manuel Ramos en el título elegido para esta selección de poemas de Pilar Paz Pasamar (Jerez de la Frontera, 1933), La nunca poseída. Es la definición última que ella propone para la poesía, a partir de un texto en el que busca un término con el que pueda identificarse a esa rara magia por la que las letras se hacen música: “Mis palabras de ahora son las mismas palabras / como siempre que espero, mi esperanza es la misma / de encerrarte en un canto total en donde quepan / todas aquellas cosas que no son para escritas”. No se escriben las emociones, aunque tendamos a atrapar su vestigio en el aire o en la memoria. Sin embargo, la palabra poética de esta escritora residente durante más de media vida en Cádiz, se aproxima a una rara metafísica, casi teresiana, la de quien busca al dios de lo cotidiano en lugar del ser distante y supremo. Ya en su día, reunió otras colecciones de versos como La Alacena (1986) o, veinte años más tarde, El río que no cesa, que daban cumplida cuenta de su interés por lo aparentemente minúsculo, utilitario o nimio pero en lo que pudiera alentar la grandeza del mundo. Ahí, entre esos cachivaches, debe andar su Dios, entre los cubiertos domésticos a los que ella se dirige con la misma complicidad que a los personajes humildes, casi juanramonianos, que pueblan algunas de sus mejores páginas. Su poética participa de ese existencialismo cristiano que marcó a parte de su generación a escala europea. Incluso quienes no participamos del don de la fe, apreciamos en todo ello un sorprendente relato, el de una mujer plenamente de su tiempo, a pesar de ser habitante del sur de España, un país fieramente encarcelado y aislado del mundo casi hasta el último tercio del siglo XX. Lejos de la poesía social de la posguerra civil, pero también de la estética del grupo Cántico o del postismo de su paisano y amigo Carlos Edmundo de Ory, Pilar Paz Pasamar desarrolló una estética personal, marcada tal vez por su distante proximidad para con el Nobel de Moguer. Quizá su singularidad le valiera en alguna etapa la condena a la invisibilidad, a no disfrutar del aplauso crítico que tendría que haber puesto en valor, mucho antes, su valentía y su sosiego. Participó de forma activa en el grupo Platero, aunque tampoco se dejó seducir por la voz impresionante de algunos de sus compañeros de aventuras en aquel Cádiz de mediados los 50, muy especialmente Fernando Quiñones, pero también José Manuel Caballero Bonald. Con todos y cada uno de ellos mantuvo la coherencia del afecto, pero no hubo más coincidencia estética entre todos que la de las lecturas comunes y una vocación clara, la de transformar la lírica, partiendo de un absoluto respeto por la tradición. A sus ochenta años largos, en Pilar Paz Pasamar se aprecia todavía su condición de niña poeta, la que no perdió nunca y que nos fue brindado paulatinamente títulos como Mara (1951), Los buenos días (1954), Ablativo amor (1956), Del abreviado mar (1957), La soledad contigo (1960), Violencia inmóvil (1967), La torre de Babel y otros asuntos (1982), Textos lapidarios (1990), Philomena (1994), Sophía (2003) o Los niños interiores (2008). A lo largo del tiempo, Pilar Paz se ha atrevido a escribir cosas que no son para escritas. Aquellas intangibles, fugaces, estrellas del alma, los relámpagos que agitan la apacible vida doméstica, las preguntas que el silencio acalla y una clara determinación para que tampoco nadie posea nunca, ni siquiera ella misma, ese apasionante puñado de letras convertido en música.

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